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ARTE URBANO
El muralismo y el graffiti, expresiones profundamente urbanas y populares, sienten el golpe económico de forma directa.
En América Latina, todo sube menos el tiempo para respirar. Inflación, devaluaciones, materiales por las nubes. Y sin embargo, los muros siguen hablando. ¿Cómo lo hacen? ¿Con qué recursos? Esa es la pregunta que me viene cada vez que veo un mural nuevo pintado en una pared agrietada o un graffiti hecho con dos colores y pura precisión. Porque en esta parte del mundo, la economía no solo define lo que comemos o cómo vivimos: también condiciona cómo y con qué se hace arte.
El muralismo y el graffiti, expresiones profundamente urbanas y populares, sienten el golpe económico de forma directa. Pintar ya no es tan accesible. El aerosol, que es casi símbolo del graffiti, se volvió un lujo. Los artistas migran al látex, al pincel, al rodillo, a lo que rinda más. Y eso no es solo un cambio técnico, es un cambio de estilo. Menos capas, menos detalle, más síntesis. ¿Estamos frente a una nueva estética callejera latinoamericana nacida de la escasez?
Probablemente sí. Y eso no es algo menor. Porque el arte callejero siempre fue político, no sólo por el contenido de sus mensajes sino por su forma de aparecer: sin pedir permiso, sin esperar el marco ideal, sin recursos garantizados. En ese sentido, los muros de nuestras ciudades hablan no solo de lo que queremos decir, sino de cómo podemos decirlo.
En Buenos Aires, el colectivo Ranchoarte trabaja en barrios populares como La Boca o Barracas y suele usar materiales reciclados o donados. En entrevistas con medios locales como Revista NAN (2021), contaron que adaptaron su técnica al látex para cubrir grandes superficies sin gastar fortunas. “Pintamos con lo que tenemos. A veces un color te elige porque es el único que te quedó”, dijo uno de sus fundadores.
En Lima, Entes y Pésimo, referentes históricos del arte urbano peruano, relataron en el documental Arte Urbano en Latinoamérica (Al Jazeera, 2016) cómo, al inicio de sus carreras, improvisaban con pintura sobrante de obra, mezclas caseras y stencil hecho en cartón. Hoy acceden a más recursos, pero siguen trabajando con un pie en la autogestión.
En Ciudad de México, Sego y Obval, conocidos por murales de gran escala, comentaron en entrevistas para Juxtapoz Magazine (2018) y Street Art News que, si bien ahora colaboran con festivales y proyectos institucionales, muchos artistas del circuito independiente siguen limitados por los altos costos del aerosol y el equipamiento. “Un elevador cambia todo. Si no lo tenés, tu obra mide lo que podés alcanzar parado sobre un banquito.”
En Colombia, el colectivo Vertigo Graffiti, que trabaja desde Bogotá en barrios vulnerables, también enfrenta esta tensión. En talleres con jóvenes, priorizan materiales accesibles y colaborativos, como el stencil o el collage. Según cuentan en el sitio Brooklyn Street Art (2019), el objetivo es “hacer que el mensaje circule, más allá del presupuesto”.
¿Minimalismo por elección o por necesidad? ¿Rudeza estilística o urgencia material? En Latinoamérica, muchas veces son ambas. El estilo callejero se cocina con lo que hay, pero no por eso dice menos. Al contrario. Dice más. Porque está pegado a la realidad. Y si la realidad aprieta, el arte se afila.
Tal vez el estilo urbano latinoamericano no solo se defina por colores vibrantes o grandes personajes, sino por esa capacidad de adaptarse sin perder potencia. Por encontrar belleza en la economía de recursos. Por transformar la necesidad en marca propia.
Al final, el arte urbano latinoamericano es un espejo: refleja lo que vivimos, pero también cómo lo enfrentamos. Incluso cuando no alcanza, incluso cuando duele, incluso cuando el aerosol se termina. Porque aunque falten cosas, las ganas de decir siempre sobran.
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